Mientras, yo me iba viendo capaz de compartir ese sentimiento: patria, hogar... Del mismo modo en que la familia es más que un lazo de sangre, la patria es mucho más que fronteras e himnos. Un rincón, un sentimiento, un alguien, pueden ser para un hombre su único y verdadero hogar. Aquello por lo que irías a la muerte sin un sólo atisbo de duda, como la sangre a la herida... Sí, quizá...Quizá un vahído de esta isla también vuela por estos vientos que me soplan pecho adentro.
De todo esto hablábamos en el peor museo que he visitado en mi vida. Entramos bastante ilusionados (era un museo sobre la cultura aborigen, de ahí toda la conversación patriótica), pero pronto se nos fue el calentón. Aún debíamos pasar un rato entre sus pasillos, si queríamos evitar las peores horas de sol, así que nos descalzamos y nos repantingamos al lado de una estatua que parecía estar moliendo arroz. Creo que no había nadie más en el museo, por lo que no tuvimos ningún reparo en airear los pedernales. La conversación fue apasionante, sobre los miedos de la isla, sus supersticiones, las manías, los olores, lo que ambos conocíamos o creíamos conocer de Taiwán...Me contó la historia del 2-28 (lo que nosotros llamaríamos el 28-F), que prometo narraros algún día (merece la pena, es conmovedora).
Decidimos adelantar nuestra visita a Tamsui, suerte de rincón portuario con numerosos chiringuitos para comer y más mercadillos pintorescos (lo de esta isla con el consumismo supera los límites de la definición de “bacanal”). Nos esperaba un largo viaje en metro, en el que caímos incoscientes, un tanto achicharrados y con los pies como el carbón. Ya paseando cerca del mar, el agua salina nos despertó el apetito, así que compramos un poco de comida: un tanto de sepia asada, unos pinchos de tofu frito, otra pizca de carne —de "algo" —. Con el rancho nos sentamos al borde del mar, y disfrutamos de la semicena bendecidos por la puesta de sol. Tras el papeo, dimos unas cuantas vueltas por el sitio, agotando las horas antes de volver a casa (esa noche teníamos que esperar, antes de salir a la fauna nocturna, a que llegase mi hermana del aeropuerto). Laberínticas calles y más neones...Como si todos los colores del mundo hubieran decidido al mismo tiempo bailar en círculos a gran velocidad, por diminutos tubos de cristal...Colgados del cielo, parecen batutas aceleradas, que marcan el ritmo a un barrio que resuena bocinas, griteríos y el enmudecido grito del mar.
Pero nosotros íbamos ajenos a la prisa, no por no tenerla, sino de puro no poder... Los callos de los pies prometían tortura, pero sólo sabríamos que conservábamos los cinco dedos después de la ducha que lavó las capas de mugre recolectadas con esmero a lo largo del día. Antes de entrar en casa, más comida: una sopa enorme de sangre de cerdo coagulada (no pongáis ese jeto de el-Fary-comiendo-limones, que la castiza morcilla es el mismo pringue con arroz) y un bol de fideos con pequeñas ostras, en el mercadillo cercano a mi humilde morada. Y unas cuantas botellitas más del licor taiwanés asesino. Oh, ya sabéis. Por aquello de curar las heridas. Los callos y demás. O quizá para curar las penas. O ahogarlas a conciencia...
Llegamos con una orden de alejamiento mutua de tres metros. Sudorosos y malolientes, abandonamos el pegajoso aire del verano en la isla para rendirnos a la voluptuosidad del aire acondicionado (a pesar de la infección en la faringe, soy incapaz de dedicarle una mala palabra). Tocaban las nueve para entonces. Había sido un día agotador. Repusimos fuerzas, malviendo algunos capítulos de "Héroes" y zampando sopas y ostrillas. Nati, mi hermana, llegó a aquello de las once. Para entonces ya estábamos duchados, y decidimos explorar un bar que vimos por Internet. Nada del otro mundo: una mezcla curiosa entre discoteca fosforescente y lounge-bar, eso sí, barra libre incluida en la entrada. Confesaré que me sentía como el escudero tontolaba de Xena: y es que no sé que hacéis las mozas, que os volvéis tan garridas por las noches, que os arregláis tanto que parece que no vais arregladas, que el glamour es inherente a vuestras mercedes. Tan sencillas como un hígado trufado con láminas de foie. Así que me negué en redondo a pasear por la pista de baile paseando como el hipnótico que sigue la estela de la diva, y así se lo dije a mi compañera. Nos adjudicamos pues otra mesa VIP de esas que tanto gustan de abandonar, y nos dedicamos a amortizar la entrada entre charlas y humos.
Volvimos pronto, cargados con más comida (Taiwán es el único sitio en el que sinceramente creo difícil morirse de hambre), dispuestos a intentar ver otra peli. No hace falta decir que no la terminamos, pero esta vez no fue la conversación, sino el sueño, lo que nos rindió. Cuarto fin de semana en la isla, y el aire de aquel se acababa de nuevo...
Como todo domingo de juventud, la boca seca y el sol radiante sustituyeron al gallo de los cuentos. Aún habría tiempo para más: un nuevo paseo por Ximenting, una visita al Taipei 101 (el edificio más alto del mundo. Aunque al Gorbea no le llega ni a la suela.) y otra carrera hasta la estación de autobuses...
Termino por hoy, y hasta aquí la crónica del fin de semana pasado. Sigo prometiendo alcanzar pronto las horas presentes... Aunque los días se me encogen, ahora que mi hermana llena algunos momentos que antes dedicaba estos aires. Para vosotros, por ello, muchos besos y recuerdos,
P.D:Vic................................................................................................................................................................................................................................................¡Me has dejado sin palabras! Genio....
¡Yiiiiiiiiiiiiiijaaaaaaaaaaaaa! ¡Soy creativa de Sony!